Hace poco vi una película que me sorprendió, Langosta (Yorgos Lanthimos, 2015). En ella ( no haré mucho spoiler), varias personas se alojaban en un hotel para buscar pareja. De forma casi mecánica, se emparejaban por tener algo en común, ésa era la única regla. Unos porque les sangraba la nariz, otros por tener un humor sádico,…
Aún sabiendo lo irreal de la historia, sí me parece que convivimos con la creencia de que cuanto más nos parecemos, hacemos «mejor pareja», «pegamos más» o tenemos más futuro juntos. Como si el éxito de una pareja radicara en solaparse.
Buscamos una actitud, interés, preferencia o manía en común que justifique el hecho de estar juntos. Y si no la hay, somos capaces de cambiar nosotros/as mismos/as para parecernos más a la otra persona.
Esto ocurre, claro, de forma inconsciente( de hecho casi siempre son los demás los que se dan cuenta de este cambio ) porque responde a un miedo a descubrir que «somos diferentes y por eso no podemos ser felices juntos».
Todo esto cambia si pensamos que sólo necesitamos intereses comunes suficientes como para tener de qué hablar ( y ya compartimos mucho por compartir la condición humana y lo que acarrea) , pero sobre todo, capacidad y disposición para cubrir las necesidades de la otra persona ( seguridad, afecto, estabilización,…).
O buscar lo mismo, un proyecto que construir en común , cada uno/a desde su idiosincrasia , ya sea un viaje, una casa, un hijo o un negocio.
Las diferencias son inevitables, al igual que los conflictos . Nuestra felicidad depende de si las vemos como una amenaza o si las aceptamos , quizá, como una oportunidad de enriquecimiento.