Reconozco que me gusta hablar con personas que no conozco. Y no necesariamente porque me esté aburriendo; busco la oportunidad, mientras espero la guagua, en las salas de espera, en el avión,… Los ascensores y los semáforos no ofrecen suficiente tiempo.
Los temas de conversación surgen solos: el tiempo ( qué frío, qué calor, qué lluvia, …) , el estado de la calle, la lentitud de los trámites,… A veces el encuentro se queda en una sonrisa, otras veces las personas se abren espontáneamente y son capaces de experiencias, detalles y sentimientos que ni siquiera conoce su entorno más cercano.
Es verdad que podemos llegar a ser más sinceros con personas que no conocemos, porque para ellos/as no tenemos pasado ( ni probablemente futuro) , no esperan nada de nosotros ( y viceversa). Y eso nos hace sentirnos más libres.
Es una especia de borrón y cuenta nueva. Podemos ser lo que queramos, incluso llamarnos de otra manera, en ese momento nadie va a darse cuenta.
Por otro lado, hablar de ti ante alguien que no sabe nada te obliga a sintetizar, y así te das cuenta de lo que para ti es más importante. Cuando tienes que explicar a qué te dedicas, de dónde eres, qué vas a hacer en ese momento,… hay muchas respuestas posibles y estamos obligados/as a priorizar unas sobre otras. Con lo que al conocer nuevas personas, también nosotros/as nos conocemos un poco mejor.
Decía Kio Stark en una esta charla que «cuando hablamos con extraños, hacemos bellas interrupciones a la narrativa diaria de nuestras vidas… y las de ellos». Más allá del miedo y la pereza, participar en un contacto fortuito puede merecer la pena por refrescar el día a día, como un soplo de aire fresco.